El condenado á muerte

I
La populosa ciudad se hallaba sumida en triste conmoción. Hé aquí la causa. Poco tiempo hacía que un hombre, codician do las riquezas y la hermosura de cierta joven, después de apurar inútilmente todos los medios para enamorarla, la secuestró, recurriendo á la astucia y á la violencia. Así que la tuvo en lugar que él creyó seguro para consumar su infamia, rogó, suplicó, fingió lama s rendida ternura, y amenazó, por fin, con venganza implacable; mas la doncella, á pesar de su juventud y de darse cuenta de la horrible situación en que se hallaba, resistió heroicamente á todo, resuelta hasta á dar la vida antes que se hollara su pureza. El ladrón infame, cansado de luchar é irritado por la oposición de su víctima, la inmoló é hizo todo lo imaginable para borrar la huella del crimen. Aun después de consumado éste, el malvado quiso ver si sacaba partido de su fechoría, y escribió á los tutores de la joven, pidiéndoles por el rescate de ella una fuerte suma; pero, al llegar la hora de ver si la cantidad pedida estaba en el lugar indicado, el ladrón tuvo miedo y dejó de acudir. Con todo, la justicia tomó el asunto con empeño, y no cejó hasta dar con el asesino y obtener las pruebas de su culpabilidad. Se acercaba ya la hora de la expiación; el souido de la campanilla con que se pide limosna y oraciones para los sentenciados á pena capital, resonaba lúgubremente en todos los oídos. Acababa de levantarse el cadalso: por esto la ciudad entera se hallaba conmovida.  

II
Por la tarde de aquel día, el sacerdote encargado de llevar los auxilios de la religión al que debía morir por mandato de la justicia, salía de ia capilla de la cárcel con expresión de abatimiento y enjugando con el pañuelo el copioso sudor que le inundaba el rostro. Una mujer, como de cuarenta años, alta, bella y majestuosa, vestida de seda negra, le salió al paso, preguntándole con vivísimo interés: —¿Se ha reconciliado ya? —1 No, desgraciadamente! — contestó el mi nistro. — He apurado todos los recursos de mi fe, he invocado en mi auxilio al Todopode roso; pero no he conseguido sino que el desdi chado criminal se exasperara, hasta el punto de que se rae echase encima y, vomitando blas femias, quisiese destruirlo todo. Ha sido preci so cargarle de cadenas. Yo me marcho, me voy de aquí, porque veo que todo mi afán se ría inútil, y el corazón se me parte. —¡Oh! ¡No puede ser, padre mío, no ha de morir impenitente! — replicó exaltada la mu jer.—Yo he de verle, yo he de hablarle. Semejante coloquio tenía lugar en voz baja junto á la puerta guardada por centinelas. El religioso entró de nuevo en la capilla, de donde salió en breve con un caballero, á quien dio la siguiente orden: —Hágame V. el favor de decir al sentenciado si quiere recibir á una señora que desea verle. El caballero, después de una señal de asentimiento, fué á cumplir el encargo, y entonces se oyó una voz que en tono sarcástico decía: — ¿Una señora? Que pase. (Veamos! Sin aguardar más, ella entró resuelta hasta hallarse en presencia del malhechor.  

Era éste alto como ella; como ella también, de correcta fisonomía, si bien alterada: su barba y sus cabellos eran algo rojos. Estaba sentado en la cama, sujeto el cuerpo con cadenas y las manos con esposas. —¡Ramón!—gimió la dama.—¿No me conoces? —Me parece recordar ese aire y esa voz. ¿Eres tú, tal vez, una de las muchas amigas que he tenido durante esta comedia que ya se me acaba? ¿Vienes, quizás, á endulzar mis últimos instantes?—respondió el interpelado con desvergüenza. —¡Ramón! ¡Ramón! — exclamó ella.—Recuerda tu pasado y date cuenta de tu presente. ¿No me conoces aún? Y ¿olvidas el estado en que te hallas? —No comprendo á qué se dirigen tus razones, ni voy á romperme la cabeza para adivinarlo. Preso y amarrado como estoy, poco me importa saber ó no quién eres. —Pues quiero que lo sepas,—ella insistió.— Me llamo Valentina. ¿Me conoces ahora? —¡Ah!—exclamó sorprendido Ramón, prorrumpiendo en una brutal carcajada.—Amiga mía de otros tiempos... ¡Cuántos años sin vernos ! ¿ Eh ? —¡ Cuántos años! Sí; tienes razón,— asintió ella con amargura.—¡Cuántos años y cuántos recuerdos dolorosos! Yo creí que habíamos nacido el uno para el otro; pero tú, engañándome, me perdiste, y de la mía salió tu propia perdición. —¡Quiá, mujer!—replicó él con ironía,— Ambos, yo y tú, éramos carne del diablo, y el diablo se nos llevó. A buena hora te vienes aquí á hacerme cargos por lo que ni vale la pena. —No, Ramón: no vengo sino á llevar la luz al abismo de tu conciencia envuelta en laF tinieblas del mal. —¡ Ah! Si vienes, como otros lo han hecho ya, á romperme los cascos con sermones, vete, por favor, que no estoy para oir simplezas.

—¡Por Dios, escucha! ¡Óyeme, por caridad! —insistió Valentina.—Deja que hable sin que me interrumpas. Me harás con ello un bien que he de agradecerte mientras viva. Ramón guardó silencio, y continuó así Valentina: —Bien sabes tú cómo y cuándo nos conocimos. Muy pocos años contábamos los dos: tú eras rico y hermoso, y el arte que poseías en el vestir, en la palabra, en tus maneras y en tu mirar, me cegaron por completo, á mí, pobre muchacha sencilla de corazón y entendimiento. Jurando ser mi esposo, jurándome eterna fe, después de abusar de mi inocencia, me abandonaste. —¿Vienes á reñirme?—interrumpió el malvado con soberbia. —¡ Ayl No, Ramón. Perdóname si he de recordarte el daño que me hiciste, pues con toda mi alma lo perdono; pero semejante recordación es de todo punto necesaria. No me di cuenta de mi situación horrible hasta que me vi huérfana de tu amor y hasta que la vergüenza del pecado, saliéndome al rostro, me denunció ante el mundo entero. Entonces más de una vez vine, llorando, á pedirte lo que tú tan sólo podías darme; hasta de rodillas te lo supliqué; pero tú, insensible á mi llanto y á mis ruegos, me echaste de tu presencia con el enojo propio de quien rehusa los halagos de impertinente can... No te ofendas; no deseo mortificarte: así Dios te perdone como yo te perdono. De aquí vino la desdicha de tu vida. Después de sacrificar á la débil mujer que se entregó á ti con toda la fe loca de su amor, después de sacrificar, con ella, al tierno fruto de sus entrañas, ¿qué podía detenerte ya? ¿Qué podía haber que fuese capaz de mover tu corazón endurecido? Tras de mí, otras mujeres fueron víctimas de tu afán insaciable; todos los vicios se agarraron á ti destruyendo tu alma y echando á perder tu fortuna. —¡Tienes envidiable memoria y hablas con una elocuencia...!—observó el criminal en tono de zumba. —Óyeme, desdichado, y respeta tu propia situación. Mi elocuencia es la que dan la convicción y el sufrimiento. Déjame que acabe de decirte lo que, en tu interés, me propongo. Perdido todo lo que llegaste á heredar, después de haber vendido hasta la casa paterna, necesitando dinero, no sólo para vivir, sino también para alimentar tus vicios, sin el socorro de compañero alguno de los que festejaron tu pasada opulencia, te dedicaste á la estafa; y, cayendo de precipicio en precipicio por el camino del mal, la cárcel, donde la estafa te llevó, fué, para ti, escuela de delitos mayores. Al salir de allí, te entregaste al robo, y vas ahora á terminar tu carrera expiando en el patíbulo el crimen de haber derramado inocente sangre humana. Aquí concluye tu historia. Voy á contarte la mía. Abandonada por ti y teniendo las justas iras de mis honrados padres, abandoné mi hogar, y lejos de él vio la luz el fruto de nuestra culpa... Poco tiempo después murió aquel ángel inocente, y murieron también mis padres, ¡oh dolor!, sin que me fuese dado recoger su postrer suspiro. ¡Ay! ¡Este ha sido y será siempre uno de los dolores más grandes de mi vida! Hallándome sola y puesta ya en el camino de la perdición, lo he recorrido con avidez vertiginosa. Después de sufrir privaciones horripilantes, heme visto opulentísima, siendo el astro predilecto de los grandes centros del vicio que se llaman capitales de América y Europa; y allí, entre la fiebre de la voluptuosidad y el bullicio delirante de la orgía, mi pensamiento estaba siempre fijo en ti y te iba buscando por todas partes, esperando siempre de ti mi regeneración. Han transcurrido muchos años, y he visto caer á mis pies cuantiosas fortunas y un sinnúmero de idólatras admiradores... y se han acumulado en mi alma acerbos remordimientos que la oprimen... Pero á tí no me ha sido dado hallarte hasta hoy, hasta el día en que tu nombre y el horror de tu crimen andan de boca en boca; y hoy, cuando te veo por última vez en la tierra, yo, que tanto he sufrido por ti, yo, que te he amado tanto, vengo á decirte: "—Ramón: ¿no hemosde vernos jamás? ¿Ja más?" —Todo concluye mañana,—contestó él, es forzándose por mostrarse sereno. —¡No!—apresuróse á replicar ella con tono firme.—Cuando la vida mortal concluye, la Eternidad empieza. —Y ¿qué es la Eternidad?—exclamó él, con desprecio y midiendo con los ojos á Valentina desde la cabeza á los pies. —La Eternidad es el mismo Dios,—repuso ella con tono firme. —¿Dios? Y ¿quién es Dios?—objetó el asesino cínicameiite. —Dios,—afirmó ella,—es principio y fin de todas las cosas: El es quien nos crió, y, al ponernos en este mundo de prueba, nos dotó de conciencia y libertad para que, conociéndole y amándole, nos hiciésemos dignos de volver á su seno. Ni yo ni tú hemos cumplido sus soberanos mandatos, y (¡admira, admira la grandeza de este Ser omnipotente!) hasta el último instante de nuestra vida. El nos da tiempo para lavar nuestras culpas. El es quien en estos momentos inspira mi voluntad y mi palabra. —Pero ¿cómo es posible que El me perdone todo el mal que he hecho y que me es de todo punto imposible remediar?—balbuceó el preso, experimentando el afán de la duda. —Su mayor atributo es la misericordia, virtud grande como El mismo. Quien todo lo creó, lo puede todo, —Mas yo no puedo comprenderlo,-—dijo el implo con desesperación. —Muchas cosas ves y tocas de cuyo origen no puedes darte cuenta. ¿Cómo te explicas, di, que la nueva de tu fin próximo haya hecho renacer en mí la fe olvidada y puesto término á mi vida disoluta? ¿Cómo puedes comprender la razón de que, con lágrimas en los ojos y cayendo á tus pies de rodillas, te diga: "—Ra món: pídeme mi fortuna, impónme todos los sacrificios imaginables, y todo, todo lo haré, con tal de que, abriendo los ojos á la luz de la verdad, confieses á Dios tus culpas?" Al hablar así, la mujer derramaba copiosas lágrimas, mientras él meneaba la cabeza y los ojos de extraña manera, con excitación nerviosa. —¡Hazlo, por amor de Dios I—iba suplicando la enamorada con acento del alma salido, cayendo de rodillas y con las manos juntas.— ¡No me niegues el íi timo consuelo que te pido ! ¡ No rae prives de verte y amarte en la otra vida, donde el amor no se extingue jamás!— Era aquélla una escena en extremo conmovedora y digna del pincel de un grande artista: el criminal, sentado en su lecho pugnando en angustiosa indecisión; cerca de ellos, el altar iluminado; y al otro extremo, los cofrades designados por la asociación religiosa que se dedica al servicio y á la ayuda de los condenados á muerte, presenciando inmóviles la escena y vueltos los ojos, como pidiéndole auxilio, hacia la imagen de Aquel que quiso morir en la cruz para salvarnos. —¡Valentina!—exclamó el reo, después de un momento de pausa.—Yo no sé qué hay en tu voz y en tus palabras que así me hacen perder la serenidad con que me proponía morir. Ve, anda: tráeme un sacerdote que me explique todo eso de que me hablas: ¡tengo necesidad, tengo hambre de comprenderlo!— Valentina, levantándose, corrió apresurada á cumplir tal deseo, sintiendo latir en su cora zón una próxima esperanza salvadora. Afuera encontró al capellán, á quien dijo: —Creo que el cielo habrá oído nuestras preces. Venga V. en seguida. —I Así sea I—contestó el ministro. —Vamos, — añadió Valentina; — y cuando esté consumada esta obra de salvación, yo iré á ver á V. para pedirle ayuda en la reali zación de otro acto grato á Dios. 

Y Valentina y el sacerdote entraron juntos en la capilla, —¿Usted otra vez aquí, buen padreí—decía el criminal, á quien, viéndole enteramente apaciguado, habían quitado las cadenas.— ¿Usted aquí, aun después de haberle inferido yo tantos ultrajes? —Toda ofensa, por grave que sea, debe perdonarse, y yo no,no recuerdo haber reci bido ninguna de V., hermano,—contestó acer cándosele el ministro del Altísimo. — ¡Confesión! ¡ Por favor!--pidió el que, de fiera, iba trocándose en cordero manso. — No te marches, Valentina,—añadía, viéndola dis puesta á irse de allí. —Yo no debo permanecer aquí ni un instante más,—observóle ella;—mi presencia tal vez pudiera comprometer tu salvación, que es mi esperanza. Vuelve los ojos tan sólo á esta imagen del Redentor, y fija tu mente y tu corazón en el arrepentimiento que ha de lavar tus pe cados. ¡Adiós, Ramón! ¡Hasta la Eternidad! Y le arrojó los brazos al cuello y le dio un beso en la frente; beso que él recibió como si fuera el casto, purísimo ósculo de una madre. Las lágrimas de ambos se confundieron, casi podría decirse que en un llanto solo, y la mu jer á duras penas pudo desasirse de la mano de él, que oprimía la de ella con expresiva ternura.    

III
Durante la velada del siguiente día, en una sala del Ateneo, se hallaban en plática amistosa un joven abogado y cierto distinguido poe ta. Aquél estaba meditabundo, con la mano apoyada en la cabeza y el codo en el respaldo de la silla. — ¿Te pasa algo?—le preguntó su amigo. —Nada,—contestó el legista.—Que jamás, en mi vida, he sentido tanto como hoy no ser poeta. —Y ¿por qué? —Porque tengo in mente un asunto magnlfi co que quisiera sacar lleno de galas á la luz del sol; pero ¿cómo hacerlo, si no recibí de Dios las dotes necesarias? —Cuenta, cuenta eso tan bueno que traes en la mollera,—pidióle sonriendo el vate.

—Verás, — añadió el letrado. — Ayer fui á visitar al infeliz á quien no me ha sido posible librar, con mi defensa, del suplicio. Pensé hallarle furioso como le había dejado la última vez que le vi; pero muy al contrario: así que entré me dio las gracias por lo que yo había hecho en favor suyo; y tan resignado, tan arrepentido se me mostró, que no pude menos de conmoverme, hasta tal punto, que le di un abrazo con tanta efusión como pudiera darlo al ser más puro y más querido. Yo creo firme mente que aquella alma descansa ya en la gloria. ¡ Qué espectáculo más hermoso habrá ofrecido su entrada en la Eternidad! ¡Qué escena más hermosa de lágrimas, de arrepentimiento y amor la de su encuentro con la víctima! Di:¿no es una viva lástima que de ello no salga una obra de arte? —Verdaderamente,—asintió el escritor, conmovido con lo que su amigo hablara. —Ciertamente , — añadió el abogado, — la tragedia de hoy deja un rastro altamente consolador. El reo murió con una elevación de sentimientos que jamás, en su vida, habría experimentado, con una devoción ejemplarísima. El capellán que le ha auxiliado lo afirma lleno de gozo. Y ¿sabes tú á quién se debe la conversión de aquella alma extraviada? Maravíllate de lo que vas á oír: se debe á cierta mujer que fué seducida y lanzada al abandono y á la perdición por el desventurado, cuando ambos se hallaban en la flor de su juventud. —Sí que puede llamarse extraordinario todo lo que dices, — afirmó el discípulo de las musas. —Pues aún hay más de qué maravillarte,— añadió el jurisconsulto.— Aquella desdichada, que hasta el día de ayer vivió sumida en el vicio, ha dictado su testamento en la siguiente forma: varios legados como restitución á otras tantas familias á quienes la hermosura de ella arruinara; muchos sufragios para el alma del ajusticiado, y todo lo restante á los pobres. —¡Hombre! ¿Es posible?— exclamó el poeta con exaltación. —Más todavía,—continuó diciendo el defensor. — Hoy mismo ha empezado á llevarse á cabo la ejecución del testamento, porque la testadora, después de renunciar á cuanto le pertenecía, ha entrado en una casa de Refugio. Dime, pues, si en todo esto no hay materia digna y abundante para un poema. ¿Quieres hacerlo tú, que eres del oficio? ¿Me prometes que lo harás? —Querido amigo,—contestó el de las trovas, — la poesía es hija del alma, y no es poeta el que construye metros y busca rimas. Ser poe ta quiere decir hallarse en plena posesión del sentimiento del Bien y de la Belleza; pero cuan do este sentimiento llega á cierto punto de su blimidad, es inaccesible á las formas del arte, y debe seguir forzosamente viviendo su vida inmaterial. ¿Cómo quieres tú que haga yo poesía de lo que acabas de contarme? ¿Podría alguien expresarla tan bien como tú la sientes?

ANTONIO CASETA Y VIDAL  

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Observacions:
És una traducció del propi Careta de la seva obra en català La primera culpa.

En la revista La Ilustración Ibérica hi ha diversos escrits d'en Careta amb un error tipogràfic al seu cognom, els relats els publiquen sota la signatura de Antoni Caseta y Vidal

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